Influencia del inglés en el lenguaje bibliológico y tipográfico moderno
José Martínez de Sousa
Bibliólogo y lexicógrafo
jmsousa@teleline.es
Decía el maestro Nebrija que “en aquello que es como ley consentida por todos es cosa dura hacer novedad” y se refería, naturalmente, a las novedades que necesariamente había que introducir en la ortografía española de su tiempo para someterla a un mayor grado de coherencia y simplificación. Ciertamente, duro debe de resultar hacer novedad en temas de lenguaje, en especial del escrito, por cuanto cinco siglos después no podemos asegurar que los cambios experimentados por el código ortográfico del español sean tantos ni tan profundos. Sin embargo, los cambios de mentalidad que a lo largo de esos quinientos años ha sufrido el usuario de la terminología técnica y científica se reflejan en el hecho de que han bastado unos pocos años, tal vez menos de cien, para que todo el campo terminológico del mundo bibliológico y tipográfico se haya visto patas arriba y en gran medida sustituido por un puñado de términos nuevos, prácticamente todos procedentes del inglés, que han venido a ocupar el lugar que la venerable tradición había otorgado a otros términos más próximos a nosotros, a nuestra realidad. Aquellos términos que han desaparecido o están en vías de extinción eran nuestros “compañeros de trabajo”, nos identificábamos con ellos, mientras que los que ahora ocupan su lugar nos resultan lejanos, ajenos, propios de otro mundo y otra cultura.
Probablemente este problema afecte en igual o parecida medida a otros usuarios de otras lenguas, pero eso no es un consuelo. En el momento presente nos hallamos afectados por una confusión mental notable, a tal punto que en algunos casos ya no sabemos qué palabra utilizar para designar con la mayor propiedad o precisión un objeto, un procedimiento, un concepto. Muchos de los viejos, venerables “compañeros de trabajo” han hecho mutis por el foro, se han alejado, diluido, ocultado; ya no son nuestros compañeros, apenas nos sirven de nada; no acuden a nuestras llamadas cuando los necesitamos. Nos hemos visto, pues, abocados a hacer nuestra otra terminología, pero no acabamos de “sentirla” nuestra. Ahí tenemos, por ejemplo, una palabra como editor, palabra cuyo sentido más antiguo, “persona que edita un texto”, ha sido casi arrinconado y sustituido por el de “[programa] que permite redactar, corregir, archivar textos informatizados” y aun persona que realiza esas funciones. El correlativo verbo editar ha experimentado similares trasformaciones semánticas.
Entretanto, la literatura técnica y científica nos ha bombardeado con una serie de términos nuevos, términos que hemos tenido que hacer nuestros para poder manejarlos en debidas condiciones. Sin embargo, no ha sucedido ello sin dificultades y confusiones, tal vez a causa de la novedad que esa terminología supone para el usuario actual, especialmente para el que se encuentra a caballo de la vieja y la nueva terminología. Por poner unos ejemplos, nos debatimos buscando la mejor forma entre formatear e inicializar, formateo o inicialización, hardware o soporte físico, software o soporte lógico (y aun, en un caso y otro, maquinario o programario, respectivamente), comando u orden, salvar o guardar (o grabar, que acaso fuera mejor, menos confuso). En realidad, cualesquiera que sean las formas que al final triunfen, para nosotros serán eso: palabras extrañas, venidas de otros lares y con reminiscencias que no somos capaces de descubrir en ellas.
Si echamos una mirada alrededor, nos topamos con palabras morfológicamente tan extrañas en español como disquete, casete, interfase, voz, esta última, que lucha con la forma interface o la académica interfaz. Igual nos sucede con disco removible o disco extraíble; ¿no sería mejor disco movible, si de alguna manera hay que llamarlo? Ya tenemos tipo movible (que no tipo móvil, puesto que no se mueve), por lo cual admitir disco movible es más fácil. En cuanto a disco duro, por más que la Academia haya admitido esta designación, parece preferible disco rígido (también admitido por la Academia) o, mejor aún, disco fijo o disco interno. Y uno de los huesos más duros de roer en este terreno de las neologías que nos invaden: ¿qué hacemos con offset, invitado presente en todos los trabajos que hablan de sistemas de impresión moderna (desde hace aproximadamente un siglo)? ¿Qué hacemos con sus periffollos, con los que se adorna el nombre del sistema de impresión más socorrido en los tiempos modernos? ¿No sería cosa de desperiffollarla y suprimirle una f, que le sobra, y decir y escribir ófset?
Cuando hablamos de las letras tipográficas, ahora que casi todos sabemos cómo son las que han sido digitalizadas porque las podemos ver en la pantalla del ordenador, descubrimos que han recibido más de un disparo con esas escopetas de feria con que desde el mundo inglés nos están apuntando continuamente. Ya nadie habla de remate o terminal, sino que, como todo el mundo sabe lo que es el serif, se refieren a la letra con serif y letra sin serif, en lugar de hablarnos de letra con terminal y letra sin terminal (o, lo que viene a ser lo mismo, letra romana —o egipcia en su caso— y letra paloseco). Incluso hay quien, fiel al inglés hasta sus últimas consecuencias, nos traduce la letra gothic por letra gótica, cuando en realidad los norteamericanos, con gothic, se refieren a la letra paloseco. Y nos dicen que la letra roman es siempre la letra romana, siendo así que, según el contexto, pueden estar hablándonos de letra redonda... ¡Pobres letras, cuán maltratadas!
Cuando situamos las letras unas a continuación de las otras para formar palabras, oraciones y períodos, nos damos cuenta de que unas y otras están separadas entre sí mediante una cantidad mínima de espacio en blanco que los ingleses llaman fit y que a nosotros nos ha dado por denominarlo set, palabra que está más cómoda si se la empareja con espesor (el grueso o ancho de la letra, es decir, la distancia entre sus caras laterales), ya que el fit debe traducirse por prosa (“separación natural entre dos letras consecutivas que forman parte de una misma palabra”). Y ya que estamos, bueno será saber que cuando la aproximación de dos letras necesita un arreglo porque se acomodan mal, el resultado se llama acoplamiento (o sea, que se toman las medidas para que ambas letras se acoplen bien en la serie gráfica de letras que forma una línea).
Y nos queda, hablando también de letras, una palabra muy relacionada con ellas y ya presente en todo tipo de textos que traten de tipografía. Me refiero a la omnipresente fuente, “surtido de letras de un determinado diseño”, palabra que aún no ha recibido los parabienes académicos, pero que no tardará en recibirlos. Y es curiosa la historia de esta voz. Nacida en Francia hace siglos con la forma fonte (“fundición”), fue abandonada por ellos al tiempo que la adoptaban los ingleses con la grafía font y con el mismo significado. En español se usaron, paralelamente, las palabras fundición y póliza, “surtido completo de letras tipográficas de una clase o tipo”, hasta que, hará poco más o menos sesenta años, empezó a aparecer, como anglicismo (es decir, a partir de font), la palabra neológica fuente, que poco a poco, especialmente a partir de la fotocomposición y, sobre todo, con la autoedición, fue desterrando a las ya maltrechas fundición y póliza, palabras que hoy, ciertamente, resultarían insólitas, puesto que ni la letra procede ya de la fundición ni el conjunto de las que se utilizan forman una póliza (“serie completa de letras y signos pertenecientes a un mismo cuerpo, ojo y familia”, es decir, las letras sueltas o movibles con que los cajistas componían los textos tomándolas de los cajetines de la caja tipográfica en tiempos de la composición manual). ¡Ah! Los franceses, en los últimos tiempos, han recuperado su palabra fonte y la aplican a lo mismo que los ingleses su font y los españoles su fuente...