Lorenzo Silva
Escritor
Los tiempos ya han cambiado. Cientos de miles de personas en todo el mundo, y pronto serán millones, han adquirido la rutina de leer en sus dispositivos de lectura de libros electrónicos. Quien esto escribe es uno de ellos: viajo mucho, leo también mucho, y necesito hacerlo de forma eficiente porque mientras leo y viajo también gestiono el pequeño y frágil negocio unipersonal que me da de comer. Sigo leyendo libros de papel, porque me gustan, cuando están bien editados, y porque hay momentos de los viajes (los primeros y los últimos veinte minutos de cada vuelo) en que no puedo leer en el dispositivo electrónico. No sé qué pasará cuando me permitan usarlo todo el tiempo, ni si llegará un día en que el libro de papel me parecerá un engorro salvo cuando pueda hojearlo en la comodidad de mi hogar.
Indico todo esto porque soy un inmigrante digital, alguien que bebió y casi vivió de los libros de papel durante más de cuatro décadas. Si éste es el estado actual de la cuestión en mi caso, me pregunto cómo llegarán a desarrollar el hábito de la lectura electrónica los que ya nacieron con las pantallas, y no digamos los que (y ya han nacido) aprenderán a leer en ellas.
En este contexto, la industria editorial y los creadores literarios difícilmente podemos aspirar a atrincherarnos en el libro de papel y en el negocio, más que nada logístico (acorde con su cualidad de mercancía física) que éste ha supuesto hasta aquí. Podremos defenderlo como objeto hermoso, en tanto seamos capaces de fabricarlo así; o como objeto práctico, cuando seamos capaces de venderlo a tan bajo precio y tan pegado a la demanda que haya lectores a los que les compense comprarlo como artículo de usar y tirar. Esto, si andamos listos, puede reportarle una pervivencia sólida y rentable a medio plazo, que no es cosa de arrojar a la basura de un día para otro algo tan valioso como el tejido, a la vez social y económico, que forman los agentes y las gentes de la venerable galaxia Gutenberg: editores, libreros y bibliotecas. Pero cada vez va a costar más sostener al libro físico como lo que ha venido siendo hasta ahora: el vehículo principal y habitual de consumo de la producción literaria.
Empezamos a notarlo: los lectores que tienen un dispositivo demandan contenidos, y al no encontrarlos o encontrarlos a precios elevados, que no tienen que ver con los costes, sino con la defensa del viejo libro tradicional (15 euros son simplemente inasumibles para el grueso de los usuarios, por un fichero electrónico con alto riesgo de obsolescencia), acuden de forma masiva a la oferta irregular. Ésta es la realidad, hoy día. Hay una demanda que no llega a casar con una oferta legal, y es tan pujante que, no pudiendo quedar insatisfecha, consuma su casación con una oferta irregular, en perjuicio de todos, excepto los astutos proveedores que acuden a cubrir el hueco.
Los lectores acaban leyendo malos libros, mal hechos, poco fiables e ilegítimos; los creadores y los editores dejan de ver retribuido su trabajo; y las autoridades dejan de recaudar impuestos por una riqueza que fluye ante sus narices sin que el IVA le hinque el diente (de poco les sirve mantenerlo en ese disparatado 18 % asignado al e-book, porque nadie se pasa por caja).
Para atajar esto, qué duda cabe, hay que exigir con más eficacia y rigor el cumplimiento de las leyes que protegen, como legítima que es (acaso la más legítima de todas, porque está adquirida sin tomar nada de nadie) la propiedad intelectual. Urge la reforma legislativa, para no volver ilusoria esa protección en un mundo donde todo va mucho más deprisa de cómo actúa nuestra justicia, que puede tardar hasta 10 años en sentar jurisprudencia, en el ámbito civil, y que en el ámbito penal (que sólo debe operar en los casos más graves, por el principio de intervención mínima que sentaron los juristas clásicos) aplica un código que cualquiera puede eludir con subterfugios tan tontos como colgar y explotar económicamente en un sitio A la copia pública, y por tanto ilícita, y enlazarla desde otro sitio B.
Pero al tiempo que exige esto, que es de ley y razonable (pese a la demagogia rampante que exige la colectivización de la propiedad intelectual, con esa ferocidad que no observamos en la exigencia de que se colectivicen los beneficios de la banca o de las compañías telefónicas), la industria cultural debe dar el decidido paso de conformar esa oferta ajustada a la nueva realidad. Una oferta competitiva, bien estructurada y comercializada, que se encuentre con la demanda y que vuelva cada vez menos atractivo y más anecdótico el expolio de creaciones ajenas. Con imaginación, apeándonos de precios inconsistentes, y con un poco de buena voluntad por parte de esa clientela selecta que hemos creado a lo largo de decenios (o de siglos), podemos lograr dejar atrás estos tiempos oscuros de desencuentro, de miopía por parte de los que ofrecen y de sinrazón por parte de muchos de los que demandan. Nos necesitamos recíprocamente.
Un autor no es nada, sin ese lector que le abre un hueco en su corazón a sus creaciones. Pero tampoco un lector, recordémoslo todos los que lo somos, tiene gran cosa que leer, con el mejor e-reader del mercado, sin esos autores que poseen el talento, la destreza y la sabiduría para conmovernos, y a los que no podemos tratar como los vasallos que no son, ni pueden ser, si algo de mérito y de calado tienen para decirle al mundo.
Empecemos a trabajar, todos, ya, por el armisticio.