Manuel Cruz
Facultat de Filosofia
Universitat de Barcelona
No resulta fácil, en la tesitura de tener que abordar un tema oceánico como es el de la memoria, con una bibliografía a su vez inabarcable, optar por un planteamiento en particular, máxime teniendo en cuenta las limitaciones de espacio que nos constriñen. Finalmente (tras ardua deliberación interior), me he decidido por iniciar la pequeña travesía de este texto con una pregunta, confiando en que la aproximación a su respuesta me permita plantear algún elemento teórico de interés.
La pregunta, de resonancias inequívocamente proustianas, es ésta: ¿qué buscamos realmente cuando declaramos buscar el tiempo perdido?, y me gustaría pensar que resulta pertinente, no sólo en el contexto del presente monográfico, sino —me atrevo a decir que sobre todo— en el contexto de nuestro presente sin más. Porque no parece demasiado aventurado afirmar que uno de los rasgos más característicos del momento histórico que nos ha tocado vivir es precisamente su intensa voluntad memorística. Pero como, por otro lado, resulta igualmente cierto (y también fácilmente constatable) el desatado presentismo de la sociedad actual, señalado de manera certera por el historiador francés François Hartog en su notable Regímenes de historicidad,1 se impone preguntarse por la naturaleza profunda de tanta evocación, de tanto ejercicio de presunto viaje al pasado, o, si se prefiere formular esto mismo de otra manera, por la dimensión social subyacente de la memoria incluso en esos casos en que aparece como un ejercicio individual.
La pregunta señalada admite, a bote pronto, dos respuestas (aunque tal vez lo más preciso, por lo que se verá, fuera afirmar que lo que admite son dos respuestas de muy diferente tipo): o bien buscamos el propio tiempo perdido en cuanto tal (lo que de inmediato nos remite a interrogantes bien conocidos, como, por ejemplo: ¿qué podemos decir acerca de lo que recordamos del tiempo mismo?, ¿que lo recordamos como mucho más lento que el actual?, ¿que su duración depende de la calidad de lo que nos esté ocurriendo en cada momento?, ¿que hay experiencias que, literalmente, parecen sacarnos del tiempo?), o bien buscamos las cosas que nos ocurrían dentro de ese tiempo. En realidad, es a este último tiempo, así entendido, al que solemos aludir cuando hablamos, utilizando la expresión de Marcel Proust, de tiempo perdido. Es decir, identificamos buscar el tiempo perdido con recordar.
Pues bien, hay que decir que el punto de vista proustiano, al menos para lo que yo quisiera apuntar aquí, se puede sustanciar en esto: la memoria permite recuperar experiencias pasadas y, por esta vía, mantener la unidad del yo. Quizá el fragmento en el que dicho convencimiento aparece con mayor claridad sea en el siguiente, ubicado en las primeras páginas de En busca del tiempo perdido: "…Aunque me durmiera en mi cama de costumbre, me bastaba con un sueño profundo que aflojara la tensión de mi espíritu para que éste dejara escapar el plano del lugar en donde yo me había dormido, y al despertarme a media noche, como no sabía en dónde me encontraba, en el primer momento tampoco sabía quién era; en mí no había otra cosa que el sentimiento de la existencia en su sencillez primitiva, tal como puede vibrar en lo hondo de un animal, y hallábame en la mayor desnudez de todo que el hombre de las cavernas". Por suerte para el autor, enseguida conseguía escapar de tan preocupante situación, precisamente merced a la memoria: "Pero entonces el recuerdo —y todavía no era el recuerdo del lugar en el que me hallaba, sino el de otros sitios en donde yo había vivido y en donde podría estar— descendía hasta mí como un socorro llegado de lo alto para sacarme de la nada, porque yo solo nunca hubiera podido salir; en un segundo pasaba por encima de siglos de civilización, y la imagen borrosamente entrevista de las lámparas de petróleo, de las camisas con cuello vuelto, iba recomponiendo lentamente los rasgos peculiares de mi personalidad".2
Conviene advertir que esta función atribuida a la memoria por parte de Proust no es la única que ésta puede desarrollar. Más aún: incluso sería un buen tema de discusión el establecimiento de la jerarquía entre las diferentes funciones que le competen. Pero como para entrar en este capítulo haría falta previamente desplegar los criterios con los que valorar la señalada diversidad, nos bastará aquí con constatar el carácter polisémico del término memoria y con apuntar que, de entre sus diversas acepciones, probablemente quepa destacar dos: la memoria voluntaria y la memoria involuntaria. Añadamos a continuación que cada una de ellas, a su vez, admitiría en su interior más de un uso. Así, si pensamos en la memoria de carácter involuntario, comprobaremos que los autores que se han referido a ella —denominándola expresamente así o de parecida manera— han destacado rasgos diferentes en cada caso. No les llamaba dicha memoria la atención por idénticas razones a Freud, a Kafka, a Benjamin o… al mismo Proust. Porque mientras en este último los episodios involuntarios (por ejemplo, del duermevela) acaban encontrando de forma inexorable su articulación con los manifiestamente voluntarios (de la vigilia), cosa que queda paradigmáticamente expresado en el celebérrimo pasaje de la magdalena,3 en otros autores (quizá el caso más flagrante sea el de Freud, aunque también aporta elementos de notable interés al respecto Walter Benjamin) la involuntariedad genera un efecto específico, un efecto de ruptura, de sobresalto. Dejemos al menos dicho el motivo por el que (o la perspectiva desde la que) nos parece importante dicho efecto: porque pone en cuestión un relato fundamental, el relato que nos componemos acerca de nosotros mismo.
Con lo que venimos a parar a la modestísima conclusión que un pequeño papel como éste permite plantear. De lo señalado al finalizar el párrafo anterior es de lo que parece tratarse, a fin de cuentas. Se recuerda de distintas formas, pero a todas ellas parece subyacer idéntico propósito. Recordamos, en primera instancia, para ratificar aquello que creíamos saber acerca de nosotros mismos (no hace al caso ahora abrir otra dimensión del mismo asunto —porque equivaldría a abrir una caja de truenos—, pero al menos se nos permitirá apuntar que lo dicho acerca de esta función de la memoria cabe predicarlo tanto a nivel individual como colectivo). Aunque tal vez, ajustando algo más el foco de la atención, termináramos descubriendo que el ejercicio del recuerdo en muchas ocasiones más que ratificar, constituye. Lo que implica concluir, con toda la provisionalidad que haga falta, que somos aquello que recordamos o, si se prefiere, que somos de acuerdo a lo que recordamos. Así nos va, claro.
Notas
1 François Hartog (2007). Regímenes de historicidad: presentismo y experiencias del tiempo. México: Universidad Iberoamericana. 243 p.
2 Marcel Proust (1972). En busca del tiempo perdido. 1. Por el camino de Swann, trad. cast. Pedro Salinas. 4ª ed. Madrid, Alianza Editorial, pág. 14. [las cursivas son mías].
3 Ibidem, págs. 60-63.