Número 42 (march 2019)

Prescripción antiprescriptiva

 

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Jordi Gràcia

Profesor de la Facultad de Filología
Universitat de Barcelona

 
 
 

 

La palabra ya no sorprende a nadie y de hecho está integrada en el lenguaje común de pedagogos, intelectuales y agentes culturales. Sin embargo, no estoy seguro de que siempre hablemos de lo mismo cuando enunciamos el valor prescriptivo de una instancia, cuando deducimos el peso prescriptivo de una sugerencia, cuando afirmamos el valor prescriptivo de un suplemento, de una revista, de un blog o de un programa de radio. O incluso cuando determinamos que estos o aquellos consumos culturales son fruto de una prescripción simbólica, directa o indirecta.

Tiendo a creer que la prescripción como fenómeno contemporáneo ha vivido una mutación sustancial y positiva en la medida en que ha perdido monoteísmo y ha ganado relativismo informado y pluralista. O dicho de otra manera, estamos viviendo la paradoja de la hegemonía de la prescripción literaria y cultural precisamente cuando el intelectual ha dejado de tener la autoridad prescriptiva que tradicionalmente se le había otorgado —la gente obedece cuando el jefe de su grupo de lectura propone un título para debatirlo, los alumnos obedecen cuando les piden una lectura obligatoria, incluso los lectores obedecemos cuando nos recomiendan libros mediante premios privados o públicos—.

La clase intelectual ha mutado también, se ha fraccionado y multiplicado hasta el extremo de que ya no puede prescribir, si bien muchos sueñan con la perpetuación del viejo mundo. Pero ese mundo ya no existe, y no hay foco cohesionador, ni voz globalmente escuchada ni altavoz unánime para saber qué leer, qué escuchar, qué consumir culturalmente hablando.

Por descontado, es una buena noticia, a pesar de que a menudo nos pone contra las cuerdas. Si no hay autoridad áurea o aureolada, ¿a quién tenemos que hacer caso? ¿A quién tenemos que obedecer? ¿De quién tenemos que fiarnos a la hora de seleccionar nuestras lecturas? ¿Cómo tenemos que hacerlo para saber que no perderemos dinero al comprar un título de veinte euros que puede ser una novela de pacotilla, pese al bombo publicitario, y para saber que, pese al anonimato de un sello editorial o a la invisibilidad de un autor, detrás de los veinte euros se esconde un libro de auténtica calidad?

Ahora, como antes, no hay respuesta para una pregunta falsa porque tampoco hay un solo tipo de lector ni una sola motivación de lectura; de hecho, ni siquiera existe la ilusión de poder captar masivamente a un solo tipo de lector, porque hay muchos tipos masivos de lectores. El cambio ha sido radical, no solo por la difusión de la lectura en red y digital, sino también porque el mercado libresco ha construido un castillo inalcanzable de ofertas vulgares, regulares, buenas y extraordinarias, no en un solo ámbito sino en muchos, y no en una sola literatura sino en una multitud de literaturas traducidas y alcanzables como nunca había pasado.

Precisamente por eso vuelve con más fuerza que nunca la angustia de la prescripción, la orientación, el consejo autorizado o al menos reconocido, pero sin la más mínima subsistencia del monoteísmo porque ha quedado destronado y sustituido por una pluralidad de mandamases y sabelotodo, de opinadores mejores o peores, dispuestos a defender su bastión y sus certezas en el mundo de la opinión pública y la hegemonía cultural.

Así pues, ¿somos ahora más crédulos y más incautos que antes a la hora de exponernos a una recomendación o una prescripción? No lo creo. Lo que somos es más adultos y libres, y ambas cosas son una pésima noticia porque nos obligan a responsabilizarnos de nuestras decisiones, sin poder asignar o resignar la responsabilidad a un tercero.

La ilusión de una calidad cultural o literaria imperturbable, estable y universal ha desaparecido hace mucho tiempo; a cambio, ha dominado el mundo de la cultura la convicción sobre la pluralidad de públicos y la pluralidad de ofertas culturales. Eso es una buena noticia en la medida en que asegura una riqueza plural y horizontalizada de potenciales lectores capaces de encontrar su lectura y conectar con ella. Antes la reducción de sellos y prescriptores permitía controlar relativamente lo que leía la gente; ahora está, desde hace muchos años, obsoleta y es ilusa, sin que eso tenga que ser el prólogo o el preámbulo del final de la cultura fina, buena y valiosa.

Esta ironía final quiere decir que la literatura canónica lo sigue siendo de todas las maneras imaginables, con la diferencia de que el canon ha pasado a convertirse en un conjunto de cánones diversificados y atentos a las circunstancias variadísimas de formación, de interés, de expectativa y de necesidad que los públicos han ido expresando desde el final de la Segunda Guerra Mundial en sus consumos populares, sus adicciones y sus devociones expresadas pecuniariamente.

La nostalgia de un orden cerrado y jerárquico a menudo crece en el mismo seno de la experiencia de la pluralidad de consumos: es como si una forma de mala conciencia esperase escondida tras el placer de leer el último éxito de librería, banal seguramente, pero también seguramente entretenido, y eso nos inoculara una forma de culpa cristiana que exige la penitencia de tragarse de una tacada las primeras páginas de Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, o el primer volumen de El hombre sin atributos, de Robert Musil, y, como mínimo, releer las últimas páginas de El tiempo reencontrado, de Marcel Proust. No tenemos ninguna duda del valor canónico y prescriptivo de estas obras, lo cual nos permite rápidamente enjugar la culpa de haber disfrutado pacíficamente de la última novela premiada por el Sant Jordi, previsible y anodina, pero amena.

La cosa quizá se complica cuando evaluamos la subsistencia de las lecturas prescritas o obligatorias en el ámbito académico y a todos los niveles de la escala educativa. Probablemente, no funciona igual en los cursos intermedios, al final de la ESO o en los bachilleratos, que en el ámbito universitario. Este último vive de la ilusión intangible de haber estipulado irrefutablemente los valores canónicos de una tradición literaria y cultural. He mencionado dos o tres de ellos hace un momento, y son sin duda ejemplos sensacionales de literatura perdurable. Sin embargo, afortunadamente, las nuevas hornadas de investigadores y profesores han asumido, a la vez que la excelencia de estos ejemplos, la conveniencia ideológica, ética y cultural de frecuentar textos y a autores menos reconsagrados como clásicos literarios absolutos, en la medida en que prefiguran unas condiciones vitales y una circunstancia histórica y cultural más irregular, compleja y conflictiva.

El mundo de hoy no lo entenderemos solo leyendo a John Maxwell Coetzee y Philip Roth, Ian McEwan o Claudio Magris, y merece mucho la pena acercarse a autores menos canónicos del presente e igualmente estimulantes a pesar de la distancia estética: no hace ningún daño leer a Sergi Pàmies o Empar Moliner, aunque tal vez sí es más tóxico frecuentar a Pilar Rahola o confundir la agilidad narrativa de Arturo Pérez-Reverte con la calidad literaria.

El terreno más resbaladizo es, pese a todo, el inferior: aquel abanico de edades que van desde la infancia hasta la adolescencia avanzada, ahí donde las pasiones se desatan al contacto eléctrico con la realidad cultural, social, musical o cualquier otra. ¿La exposición de los niños debe limitarse a los nombres intocables o puede recurrir legítimamente a valores secundarios, discutibles, incluso probablemente transitorios, para acercar la experiencia literaria al adolescente? El debate es viejo y rancio, y no me parece productivo: ambas cosas son razonables y no son excluyentes, sobre todo si el sistema interioriza la finalidad última de la literatura, la filosofía y la historia en la enseñanza media.

Conozco mal el funcionamiento preciso de la prescripción lectora en estos niveles educativos, pero hay experiencias comunes a padres y profesores. A menudo se ha hecho leer para asignaturas de castellano o catalán textos traducidos de otros idiomas, como si no hubiera ninguna obra en lengua originaria, y a menudo se ha fosilizado la lista de lecturas potenciales, de acuerdo con un horizonte canonizador superado por el presente. Naturalmente que sigue siendo una gran novela El árbol de la ciencia, de Pío Baroja, y sigue siendo una novela menor Laura a la ciutat dels sants, de Miquel Llor, pero no veo razón grande o pequeña para perpetuarlas prescriptivamente. Incluso al revés: veo muchas razones para abrir el abanico de lecturas a cuentos, novelas y novelas cortas de los últimos cincuenta años, que favorecerían un contacto con la literatura de ficción (o el ensayo y la lírica) más intenso, solidario, comprometido y comprensible.

La lista potencial es muy larga pero ya no tiene red de crédito canónico, ya no tiene el aval de lo indiscutible. Y eso tiende a hacer muy conservadora la lista de libros que podrían leer los niños, como si hacer que se acerquen a las novelas humorísticas de Juan José Millás, a las parodias televisivas de Álvaro Pombo, al humor caustico de Quim Monzó, al erotismo de Pere Gimferrer, a la naturalidad narrativa de Javier Cercas o a la transparencia analítica de Joan Margarit pudiera echar a perder las condiciones del gusto literario de los niños. El efecto sería exactamente el contrario, en la medida en que la lectura literaria es un aprendizaje adulto y maduro, lento y subterráneo. Pero la afición de la lectura puede verse estimulada y casi transpirada gracias a autores excelentes que no pretenden pasar por clásicos absolutos sino por escritores de valía, intención, estilo y sensibilidad.

¿No bastaría con eso?

 

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