[Versió catalana | English version]
Salvador Alsius
Profesor
Departamento de Comunicación
Periodismo
Universitat Pompeu Fabra
La última noche de agosto de 1997, Diana de Gales moría tras haber tenido un accidente de coche en el túnel del puente del Alma de París. Entre las circunstancias que rodearon este suceso estuvo la actuación de los paparazzi que aquella misma tarde, como en jornadas anteriores, habían asediado incansablemente a la "princesa del pueblo" y a su acompañante. En las siguientes veinticuatro horas, los medios de comunicación de todo el mundo, en todas las lenguas imaginables, no hablaron de otra cosa. Por razones que ahora no vienen al caso tuve ocasión de visualizar tertulias en televisiones de diferentes continentes, y la sensación era que se trataba de una única conversación, de alcance mundial. Todo ello me llevó a formular una modesta teoría: nunca como en aquella situación se había producido en toda la historia de la humanidad un debate global tan intenso, en cuanto a la cantidad de emisores de opiniones y a la concentración en el tiempo.
Seguramente no es una casualidad que este debate global versara sobre una cuestión que apelaba claramente a la ética periodística. De hecho, en los veinte años transcurridos ha habido hechos o situaciones que han reproducido este fenómeno. Pensemos, por poner un ejemplo, en la difusión de la imagen del niño kurdo sirio Alan Kurdi ahogado en una playa de Turquía o en la controversia generalizada que ha ocasionado en repetidas ocasiones la publicación de fotografías o de vídeos que exhiben cadáveres después de atentados terroristas.
La comunicación impregna cada vez más nuestra vida social, política y económica, hasta el punto de que lo que transmiten los medios constituye una realidad paralela que oculta o que subvierte lo que, con permiso de la sociología del conocimiento, hemos convenido en considerar la "auténtica realidad". El ya antiguo aforismo según el cual "lo que no sale en la televisión no existe" sigue expresando bastante bien un estado de cosas muy triste pero incontrovertible. Con el advenimiento de las redes sociales se ha puesto más de manifiesto aún lo determinantes que son los fenómenos y los flujos de la comunicación en la configuración de la manera de ver el mundo que tienen amplias capas de población, especialmente las que corresponden a segmentos que, por su juventud o por su nivel de formación, pueden ser más vulnerables.
El empapamiento que de nuestras conciencias llegan a hacer los mensajes mediáticos ha tenido una mayor epifanía con la entrada en escena del concepto de posverdad. Como es bastante sabido, este término fue reconocido como "palabra del año" de 2016 por parte del Diccionario Oxford. Se trata de un neologismo que se refiere al ambiente o al contexto en el cual los hechos objetivos influyen menos en la opinión pública que las apelaciones a las emociones y a las creencias personales. Según parece, la palabra la estrenó en 1992 el dramaturgo serbio americano Steve Tesich (1992) en el contexto de la información difundida sobre la guerra del Golfo. Posteriormente le dieron carta de naturaleza académica el sociólogo norteamericano Ralph Keyes en el libro The post-truth era: dishonesty and deception in contemporary life, publicado en 2004, y otro sociólogo, Eric Alterman, cuando habló de la posverdad como "arma política de la desinformación" y ponía como ejemplo la justificación que esgrimía la Administración de Bush para restringir libertades e iniciar guerras tras el 11S con el apoyo de una nación fuertemente dominada por el miedo. El concepto se convirtió finalmente en alimento de pasto periodístico cuando fue utilizado en un editorial de The Economist (2016) que ya insinuaba cuál podía ser el desenlace de las elecciones americanas, dominadas por las emociones, tal como estaban amplias capas del electorado: "Mr Trump is the leading exponent of 'post-truth' politics—a reliance on assertions that 'feel true' but have no basis in fact".
Ha existido una discusión más o menos ilustrada sobre hasta qué punto la posverdad es un concepto con entidad propia o una simple reformulación de lo que toda la vida se ha considerado, lisa y llanamente, pura mentira. Como Goebbels recordaba con toda tranquilidad, "una mentira repetida mil veces se convierte fácilmente en una gran verdad". No les falta razón a quienes sostienen que la mentira y la voluntad de engañar han existido siempre, ya desde el camelo del paradisíaco árbol del bien y del mal. Pero también es cierto que hay elementos diferenciales que avalan la novedad del concepto. Uno es la multiplicación exponencial de la falsedad que permiten las nuevas redes sociales y otro, la implicación de todo el mundo en las ambigüedades. Como ha escrito el profesor Gabriel Colomé, lo nuevo no es que los políticos mientan, sino la construcción de una realidad virtual en la que la verdad y la mentira son lo mismo.
Está lejos de mí la voluntad de defender aquí un planteamiento pancomunicativo, es decir, la idea según la cual, dado que todo sería comunicación, las conductas humanas y la vida social deben ser explicadas desde las teorías de la comunicación, y las reglas de convivencia deben ser las dictadas por una ética de la comunicación. Pero lo que sí que es cierto es que esta parcela de la moralidad pública tiene una importancia creciente y que sirve, por lo menos, como modelo para las reflexiones sobre cualquier otra vertiente de la ética.
La ética es el territorio de las dudas. Todos aquellos aspectos sobre los que las sociedades democráticas tienen unas seguridades suficientes, aunque estas seguridades sean relativas y provisionales, son lo que se consolida en el derecho positivo. Podríamos decir que el derecho es un núcleo duro que se configura a partir de un citoplasma que lo rodea y que es a lo que llamamos ética, o deontología cuando lo circunscribimos a las buenas prácticas profesionales. En algunos campos de la actividad humana el hecho de que en poco tiempo haya aparecido un gran número de fenómenos nuevos motiva que haya todavía poco núcleo y, en cambio, mucho citoplasma. Es el caso del periodismo y de la comunicación en general. Hace algunos años, por poner un ejemplo entre muchos posibles, en ningún código deontológico se hablaba del derecho del olvido. Actualmente el tema de la permanencia de los documentos en Internet y el daño que esta indelebilidad puede causar, especialmente a personas vulnerables, es un gran tema de debate en los consejos de prensa de todo el mundo.
Este no es el único ámbito ético en el que el citoplasma de las dudas es desproporcionadamente grande respecto al núcleo de las certezas. Otro similar en este sentido es el de la bioética. Cuestiones como la eutanasia, el uso de las células madre, la conservación de los embriones, la proliferación de los cíborgs o los derechos de los animales nos interpelan ya no solo a los científicos sino también a todos nosotros. Hay muchas controversias abiertas en las que las aseveraciones científicas, las ideologías y las creencias personales todavía están suficientemente imbricadas para que puedan consolidarse grandes consensos globales compartidos.
Pero volvamos a la ética de la comunicación social, una vez que he dejado más o menos claro que, como modesto conocedor de esta materia, no me dedico solo a barrer para casa. Hay como mínimo dos aspectos que querría subrayar porque forman parte de este cúmulo de nuevos fenómenos a los que hacía alusión y porque me parece que trascienden también el ámbito concreto y plantean asuntos morales que apelan a la vida democrática de la sociedad. Uno de estos asuntos tiene relación con los contenidos de los mensajes; el otro, con las tecnologías que posibilitan la circulación de los mensajes.
En el primer caso me refiero al discurso del odio. En materia de contenidos, y una vez salvada y bien salvada la libertad de expresión, hay unas líneas rojas que los que nos dedicamos a la regulación o autorregulación de los medios tenemos conocidas desde hace tiempo. Una es la protección de los menores, así como también está la información que afecta a la seguridad colectiva o los excesos cualitativos y cuantitativos de la publicidad. Últimamente se perfila otra línea roja respecto a lo que ya se conoce internacionalmente como el discurso del odio. Un asunto que está previsto que se incorpore en la nueva directiva europea sobre los medios audiovisuales que se aprobará dentro del año 2018. Y en la medida en que las leyes de los diferentes países se tengan que ir adaptando a ella, quedará, por tanto, incluido dentro del ámbito regulatorio. Pero ya mucho antes de eso las leyes españolas y catalanas han puesto un freno al discurso del odio asumiendo la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, las recomendaciones del Consejo de Europa y las resoluciones del Comité de Naciones Unidas, que se han referido a la difusión de expresiones que promueven o justifican —o instan a— el odio racial, la xenofobia, el antisemitismo o cualquier forma de odio basado en la intolerancia. Hay que decir que no todos los grupos políticos defienden uniformemente el alcance que debe darse a estas limitaciones. Los hay que las discuten con el pretexto de la libertad de expresión y también con el argumento de que es difícil discernir quién tiene autoridad y quién no para perfilar qué debe entenderse exactamente por manifestación de odio. La Comisión Europea acordó en mayo de 2016 un código de conducta para las empresas del sector tecnológico (Facebook, Twitter, YouTube, Microsoft) para combatir la incitación al odio en la red. Pero solo hay que pasearse un rato por alguna red social para comprobar que la intolerancia, muchas veces de corte claramente fascista, sigue expandiéndose de forma desbocada.
El segundo asunto no tiene una relación directa con el anterior, pero comparte con este el hecho de tratarse de un fenómeno propio del mundo de las comunicaciones que condiciona fuertemente, asimismo, las conductas sociales. Me refiero a la importancia creciente que va adquiriendo la acumulación y el uso de los macrodatos (big data). Muy recientemente el experto Martí Petit ha publicado un ensayo titulado "Desconnexió connectada. Societat digital, Catalunya i Europa", en el que explica clara y contundentemente el cambio de paradigma que tenemos ante nosotros. Viene a decir que tan grande, o más, como fue el salto del mundo analógico al mundo digital lo será, o lo es ya, el paso de un sistema comunicativo sin algoritmos a otro que usa los algoritmos. Este elemental concepto matemático se ha instalado en nuestras vidas para referirse al tratamiento de datos que hace posible que perdamos conciencia de cómo nuestra identidad se convierte en pasto de la voracidad comercial y de la manipulación política. Cae el mito de la neutralidad de la red y la premonición orwelliana aparece en los detalles más inadvertidos de nuestra vida cotidiana.
Todo ello afecta de una manera radical al sistema de valores imperante y nos obliga a replantearnos, como sociedad pero también individualmente, por qué convenciones, códigos y reglas queremos regirnos. Si aceptamos el postulado de que la información y la comunicación no solo son unos conceptos científicos cada día más transversales, sino que también generan un cúmulo de fenómenos concretos que guían nuestras vidas, queda todavía más claro que los posicionamientos éticos ante estos fenómenos son de facto los que dibujan nuestros marcos morales. Y podría estar pasando que, siguiendo esta lógica, los efectos de la posverdad nos hacen entrar en una era posética. Al igual que se discute el concepto de posverdad diciendo que en el fondo esta es una nueva manera de llamar a la mentira de toda la vida, también puede pensarse que esta otra palabra nuevamente creada no significa nada más que la conocida moral relativista. No lo sé, yo no soy filósofo. Pero sí que da la sensación de que vamos instalándonos un paso más allá del relativismo. No es ya la moral de situación la que nos rige, porque la moral de situación lo que hace es convertir en elásticos unos ciertos principios. Estamos más bien en la negación de poder abrazar ningún principio, o por falta de voluntad de hacerlo o simplemente por la imposibilidad de reconocerlos en medio de tanta polución informativa y tanta confusión. Ideología y utopía forman un totum revolutum y la sociedad líquida ya llega al estado gaseoso.
He dicho unas líneas más arriba que estas cuestiones nos interpelaban en el plano social pero también en el puramente individual. Y lo que pasa es que el sistema de deberes está muy trastornado. Vuelvo a salir por un momento de la esfera del mundo de la comunicación para poner un ejemplo. Es cierto que una de las grandes lacras de nuestra sociedad y de nuestro sistema político es la corrupción, que actúa como un "poderoso disolvente de la democracia", en palabras de la economista Elena Costas. Está comprobado demoscópicamente que lo suscriben amplios sectores de la población. Sin embargo, ¿cuánta gente no hay que se aviene a cobrar o a pagar una factura en negro? La pequeña artimaña ha sido asumida como algo normal por parte de gente de todo tipo. Pues bien, de la misma manera en el campo de la comunicación está a la orden del día la falta de consecuencia entre lo que se denuncia y lo que se hace. Las redes sociales han tenido la virtud de convertir a todo el mundo en potencial emisor de mensajes. Eso, que potencialmente es magnífico como vía para dar voz a los sin voz, tiene sus claroscuros. Porque las mismas personas que lamentan las grandes mentiras de los medios de comunicación esparcen compulsivamente cualquier información no contrastada. Y las mismas personas que denigran al "gran hermano" que los vigila con algoritmos esparcen sin ningún tipo de rubor ni preocupación todo tipo de rastros de su propia identidad.
Y todo eso me lleva directamente a un "last but not least" que tengo especial interés en remarcar en este texto: la importancia de la educación mediática o la media literacy. En todos los debates sobre el mismo concepto de posverdad o sobre los distintos principios y aplicaciones de la ética de la comunicación a los que he asistido últimamente ha aparecido alguien que ha mencionado, entre las eventuales soluciones para cambiar el estado de cosas, que se trabaje a fondo estas cuestiones en el campo educativo. Por ejemplo, en el curso de una magnífica noche que hace algunos meses TV3 dedicó a la posverdad, la decana del Col·legi de Periodistes, Neus Bonet, dijo que los educadores últimamente se habían preocupado mucho de la dieta alimentaria de los alumnos y de sus familias, pero quizás demasiado poco de otro tipo de dieta, la dieta mediática.1 Efectivamente, esta es una gran asignatura pendiente. Desde siempre se ha echado de menos en nuestras escuelas más atención a la formación tanto en el conocimiento y el manejo de los lenguajes propios de los nuevos medios como en la educación para hacer un consumo responsable y crítico de estos. Ahora, además, se añade la necesidad de trabajar las pautas para el uso de las nuevas herramientas digitales que niños y adolescentes tienen al alcance. Hay que discutir si todo eso tiene que tratarse en los centros educativos como una materia específica o de forma transversal. Pero, en todo caso, la educación mediática aparece como una condición no suficiente pero sí absolutamente necesaria para cambiar el estado de las cosas.
Bibliografía
Alterman, Eric; Green, Mark (2004). The Book on Bush: How George W. (Mis)leads America. New York: Viking.
Costas, Elena (2017). "La informació, dissolvent de la corrupció". Ara, 31/10/2017. <https://www.ara.cat/opinio/elena-costas-informacio-dissolvent-corrupcio_0_1898210201.html>. [Consulta: 05/12/2017].
Keyes, Ralph (2004). The post-truth era: dishonesty and deception in contemporary life. New York: St. Martin's Press.
Petit, Martí (2017). Comunicació, xarxes i algoritmes: per una política digital pròpia a Catalunya. Barcelona: Angle Editorial. Premi d'Assaig Irla 2017.
"Post-truth politics: Art of the lie" (2006). The Economist, September 10th. <http://www.economist.com/node/21706525/all-comments>. [Consulta: 15/11/2017].
Tesich, Steve (1992). "A Government of lies". The Nation, January 6/13. <https://drive.google.com/file/d/0BynDrdYrCLNtdmt0SFZFeGMtZUFsT1NmTGVTQmc1dEpmUC1z/view>. [Consulta: 05/12/2017].
Notas
1 Programa Veritats compartides, emitido en TV3 como parte del DOCS Barcelona el 23 de mayo de 2017. <http://www.ccma.cat/tv3/alacarta/especial-sense-ficcio-veritats-de-mentida/veritats-compartides/video/5669381/>. [Consulta: 15/11/2017].
Articulos similares en BiD
- Característiques situacionals del comportament informacional durant el confinament per la COVID-19 : resultats d'una enquesta. Montesi, Michela. (2020)
- Sense notícies de corrupció : la informació periodística sobre corrupció en els webs municipals. Manfredi Sánchez, Juan Luis; Herranz de la Casa, José María; Corcoy Rius, Marta; Cantero de Julián, Juan Ignacio. (2017)
- Trends in the publication of scientific and medical information in the Web 2.0 era. González Pacanowski, Antonio; Medina Aguerrebere, Pablo. (2014)
- Els serveis personalitzats d'informació d'actualitat dels mitjans de comunicació espanyols per Internet. Frías Castillo, Amparo. (2006)
- Generative Artificial Intelligence for Journalistic Content in Ibero-America : Perceptions, Challenges and Regional Projections. Apablaza-Campos, Alexis; Wilches Tinjacá, Jaime Andrés; Salaverría, Ramon. (2024)
Articulos similares en Temària
- Presencia de los tribunales federales en los medios de comunicación de Internet. Bustos Argañarás, Eugenia. (2010)
- Una nueva concepción de la documentación en los medios electrónicos : retos y nuevas tareas profesionales. Marcos Recio, Juan Carlos. (1998)
- Beyond fake news. The anatomy of misinformation. Masip, Pere; Ferrer Sapena, Antonia. (2021)
- Trustiness in costumer/user chat services : the importance of design. Arrazola, Víctor; Herrera, Silvia; Mothais, Bastian; Marcos Mora, María del Carmen. (2013)
- Confianza en los servicios de información al usuario/cliente vía chat. Arrazola, Víctor; Herrera, Silvia; Mothais, Bastian; Marcos Mora, María del Carmen. (2013)
Articulos del mismo autor en Temària
Alsius, Savador[ más información ]